FEBRERO 2018
«Al que tenga sed yo le daré de la fuente del
agua de la vida gratuitamente» (Ap 21, 6).
El apóstol Juan escribe el Libro del
Apocalipsis para consolar y animar a los cristianos de su tiempo ante las
persecuciones que se habían difundido en aquella época. Este libro, lleno de
imágenes simbólicas, revela la visión de Dios sobre la historia y su
cumplimiento final: su victoria definitiva sobre todo poder del mal. Este libro es la celebración de una meta, de un fin pleno
y glorioso que Dios destina a la humanidad.
Es
la promesa de la liberación de todo sufrimiento: Dios mismo «enjugará toda
lágrima [...], y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas» (Ap 21,4).
«Al que
tenga sed, yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente».
Esta perspectiva tiene sus brotes en el
presente para quienes ya hayan comenzado a vivir buscando sinceramente a Dios y
su Palabra, que nos manifiesta sus proyectos; para quien siente arder en él la
sed de verdad, de justicia y de fraternidad. Sentir sed, estar en búsqueda es
para Dios una característica positiva, un buen inicio, y Él nos promete incluso
la fuente de la vida.
El agua que Dios promete se ofrece
gratuitamente. De modo que no solo se ofrece a quien espera ser grato a los
ojos de Él con su esfuerzo, sino a cualquiera que sienta el peso de su
debilidad y se abandone a su amor con la seguridad de ser sanado y de encontrar
así la vida plena, la felicidad.
Preguntémonos pues: ¿de qué tenemos sed? Y ¿a qué fuentes vamos a
apagarla?
«Al que
tenga sed, yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente».
Quizá tengamos sed de que nos acepten, de tener un lugar en la sociedad, de
realizar nuestros proyectos... Aspiraciones legítimas pero
que pueden empujarnos a los pozos contaminados del egoísmo, de la cerrazón en
nuestros intereses personales e incluso al abuso sobre los más débiles. Las
poblaciones que sufren la escasez de pozos con agua pura conocen bien las
consecuencias desastrosas de la carencia de este recurso indispensable para
garantizar vida y salud.
Y
sin embargo, excavando más adentro en nuestro corazón, encontraremos otra sed
que el mismo Dios ha puesto ahí: vivir la vida como un don
recibido y que hay que dar. Acudamos, pues, a la fuente
pura del Evangelio, liberándonos de esos detritus
que tal vez la recubran, y dejémonos transformar también nosotros en fuentes de
amor generoso, acogedor y gratuito para los demás, sin pararnos ante las
inevitables dificultades del camino.
«Al que
tenga sed, yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente».
Además, cuando ponemos en práctica entre
cristianos el mandamiento del amor recíproco, permitimos a Dios intervenir de
un modo muy especial, como escribe Chiara Lubich:
«Cada instante en que tratamos de vivir el
Evangelio es una gota de esa agua viva que bebemos. Cada gesto de amor por
nuestro prójimo es un sorbo de esa agua. Sí, porque esa agua tan viva y
preciosa tiene esta particularidad: brota en nuestro corazón cada
vez que lo abrimos al amor por todos. Es una fuente -la de Dios- que
da agua en la medida en que su veta profunda sirve para calmar la sed de los
demás con pequeños o grandes actos de amor. [...]Y si seguimos dando, esta
fuente de paz y de vida dará agua cada vez más abundante, sin secarse nunca. Y
hay otro secreto más que Jesús nos reveló, una especie de pozo sin fondo al que
acudir. Cuando dos o tres se unen en su nombre, amándose con su mismo amor, Él
está en medio de ellos. Y entonces nos sentimos libres, llenos de luz, y
torrentes de agua viva brotan de nuestro seno. Es la promesa de Jesús, que se
hace realidad porque de Él mismo, presente en
medio de nosotros, mana agua que quita la sed para la eternidad».
Leticia Magri
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