DICHOSOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ
El día 1 de enero, 50ª Jornada Mundial de la Paz
El día 1 de enero, 50ª Jornada Mundial de la Paz
La Iglesia
celebra el domingo 1 de enero, solemnidad de Santa María Madre de Dios, la 50ª Jornada Mundial de la Paz. Para la celebración de esta Jornada, el papa Francisco ha
hecho público un mensaje con el título, “La
no violencia: un estilo de política para la paz“.
… Al comienzo de este nuevo año formulo mis más sinceros deseos de paz para los pueblos y para
las naciones del mundo, para los Jefes de Estado y de Gobierno, así como para los responsables de las comunidades
religiosas y de los diversos sectores de la sociedad civil. Deseo la paz a cada
hombre, mujer, niño y niña, a la vez que rezo para que la imagen y semejanza de Dios en cada
persona nos permita reconocernos unos a otros como dones sagrados dotados de
una inmensa dignidad. Especialmente en las situaciones de conflicto, respetemos
su «dignidad más profunda»[1] y hagamos de la no violencia activa
nuestro estilo de vida...
LA MATERNIDAD DIVINA DE MARÍA
Al misterio de la maternidad divina de
María, la Theotokos, hace referencia el apóstol san Pablo en la
carta a los Gálatas. «Al llegar la plenitud de los tiempos -escribe- envió Dios
a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Ga 4,4). En pocas palabras se
encuentran sintetizados el misterio de la encarnación del Verbo eterno y la
maternidad divina de María: el gran privilegio de
la Virgen consiste precisamente en ser Madre del Hijo, que es Dios.
El título de Madre de
Dios es, juntamente con el de Virgen santa, el más antiguo y constituye el
fundamento de todos los demás títulos
con los que María ha sido venerada y sigue siendo invocada de generación en
generación, tanto en Oriente como en Occidente. Al misterio de su maternidad
divina hacen referencia muchos himnos y numerosas oraciones de la tradición
cristiana, como por ejemplo una antífona mariana del tiempo navideño, el Alma
Redemptoris Mater, con la que oramos así: «Tú, ante el asombro de toda la
creación, engendraste a tu Creador, Madre siempre virgen».
Queridos hermanos y hermanas, contemplemos hoy a María,
Madre siempre virgen del Hijo unigénito del Padre. Aprendamos de ella a acoger al Niño que por nosotros
nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios
y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos
realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo. El Apóstol escribe: «Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se
hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4,4-5).
El evangelista san Lucas repite varias
veces que la Virgen meditaba silenciosamente esos acontecimientos extra-ordinarios
en los que Dios la había implicado. Lo hemos escuchado también en el breve
pasaje evangélico que la liturgia nos vuelve a proponer hoy. «María conservaba
todas estas cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). El
verbo griego usado, sumbállousa, en su sentido literal significa
«poner juntamente», y hace pensar en un gran misterio que es preciso descubrir
poco a poco.
El Niño que emite vagidos en el pesebre,
aun siendo en apariencia semejante a todos los niños del mundo, al mismo tiempo
es totalmente diferente: es el Hijo de Dios, es Dios, verdadero Dios y
verdadero hombre. Este misterio -la encarnación del Verbo y la
maternidad divina de María- es grande y ciertamente no es fácil de comprender
con la sola inteligencia humana.
Sin embargo, en la escuela de María
podemos captar con el corazón lo que los ojos y la mente por sí solos no logran
percibir ni pueden contener. En efecto, se trata de un don tan grande que sólo con la fe
podemos acoger, aun sin comprenderlo todo. Y es precisamente en este camino de fe
donde María nos sale al encuentro, nos ayuda y nos guía. Ella es madre porque engendró en la carne a Jesús; y
lo es porque se adhirió totalmente a la voluntad del Padre. San Agustín
escribe: «Ningún valor hubiera tenido para ella la misma maternidad divina, si
no hubiera llevado a Cristo en su corazón, con una suerte mayor que cuando lo
concibió en la carne». Y en su corazón María siguió conservando, «poniendo
juntamente», los acontecimientos sucesivos de los que fue testigo y
protagonista, hasta la muerte en la cruz y la resurrección de su Hijo Jesús.
Benedicto XVI, pp emérito
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