ENERO 2017
«Porque el amor de Cristo nos apremia» (2 Co 14).
«Ayer fui a cenar fuera
con mi madre y una amiga suya. Pedí como guarnición un plato de guisantes, que
decidí dejarme para comerme el postre, que me apetecía más. Pero mamá dijo que
no. Estaba a punto de ponerme de morros, pero recordé que Jesús estaba justo al
lado de mamá, así que me puse a sonreír». «Hoy he vuelto a casa cansado y,
mientras veía la tele, mi hermano me ha quitado el mando de las manos. Me he
enfadado mucho, pero luego me he calmado y le he dejado ver la tele». «Hoy mi
padre me ha dicho una cosa y yo le he respondido mal. Le he mirado y he visto
que no estaba contento. Entonces le he pedido perdón y él me ha perdonado».
Son experiencias de la
Palabra de vida contadas por niños de 5° de Primaria de un colegio de Roma.
Puede que no haya una relación directa entre esas experiencias y la Palabra que
vivían en ese momento, pero este es precisamente el
fruto de vivir el Evangelio: que incita a amar.
Independientemente de la
Palabra que nos propongamos vivir, los efectos son siempre los mismos: nos
cambia la vida, nos pone en el corazón el acicate a estar atentos a las
necesidades del otro, hace que nos pongamos al servicio de los hermanos y las
hermanas. No puede ser de otro modo: acoger y vivir la Palabra hace que nazca
en nosotros Jesús y nos lleva a actuar como Él. Es lo que deja entender Pablo
cuando escribe a los corintios.
Lo que apremiaba al
apóstol a anunciar el Evangelio y a trabajar por la unidad de sus comunidades
era la profunda experiencia que había hecho con Jesús. Se había sentido amado y
salvado por Él; había penetrado tanto en su vida, que nada ni nadie podría
separarlo nunca de Él; ya no vivía Pablo, porque Jesús vivía en él. Pensar que
el Señor lo había amado hasta dar la vida lo volvía loco, no lo dejaba
tranquilo, y lo incitaba con una fuerza irresistible a hacer lo mismo con el
mismo amor.
¿Nos apremia también a
nosotros el amor de Cristo con la misma vehemencia?
«Porque
el amor de Cristo nos apremia»
Si de verdad hemos
experimentado su amor, no podemos no amar a nuestra vez y entrar con valentía
donde hay división, conflicto u odio para llevar concordia, paz y unidad. El
amor nos permite proyectar el corazón por encima del obstáculo para ponernos en
contacto directo con las personas, comprenderlas, compartir con ellas y buscar
juntos la solución. No se trata de algo optativo. La unidad hay que perseguirla
a toda costa, sin dejarnos frenar por una falsa prudencia, por dificultades o
posibles enfrentamientos.
Esto se demuestra
especialmente urgente en el campo ecuménico. Esta Palabra ha sido elegida en
este mes en que se celebra la «Semana de oración por la unidad de los
cristianos» de distintas Iglesias y comunidades, para que nos sintamos todos estimulados
por el amor de Cristo a ir los unos hacia los otros y así recomponer la unidad.
Afirmaba Chiara Lubich el
23 de junio de 1997 en la apertura de la II Asamblea Ecuménica Europea en Graz
(Austria): «Será un auténtico
cristiano de la reconciliación solo quien sepa amar a los demás con la misma
caridad de Dios, esa caridad que nos hace
ver a Cristo en cada uno, que está destinada a todos -Jesús murió por todo el género humano-, que toma siempre la
iniciativa, que es el primero en amar; esa caridad que lleva a amar a todos
como a uno mismo, que nos hace uno con los hermanos y las hermanas en los
dolores y en las alegrías. Y también las Iglesias deberían amar con este amor».
Vivamos también nosotros
la radicalidad del amor con la sencillez y la seriedad de los niños de ese
colegio de Roma.
Fabio Ciardi
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