En
la Basílica de Santa Cristina de Bolsena se guardan con celo, desde hace siete
siglos, las reliquias menores del milagro, una de las piedras sagradas sobre
las cuales se perciben todavía bien visibles grumos de la preciosa Sangre del
Redentor, que han alimentado la piedad de generaciones y generaciones de
fieles.
El hecho eucarístico milagroso acaeció
hacia 1264, en una región que fue testigo de las vicisitudes del papado, y va
vinculada al nombre de dos de los más poderosos exponentes del pensamiento
teológico: Tomás de Aquino y Juan Fidenza, más conocido con el nombre de San
Buenaventura.
Un
sacerdote de Praga, (que se encontraba peregrinando a Roma y descansó una
noche en Bolsena, cerca de Orvieto, puesto que la población está relativamente
cerca de la Ciudad Eterna.), atormentado por dudas acerca de la
presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, mientras
dividía la Hostia santa en la celebración de la Misa, vio el corporal lleno de la
sangre que brotaba de las sagradas especies. Asombrado y
aturdido por tan gran prodigio, le vino la duda de si había de terminar o
seguir la Misa.
En la esperanza de ocultar a los presentes
lo sucedido y con el deseo de pedir ayuda y explicación a la competente
autoridad, resolvió suspender la celebración de la Santa Misa, y, recogidas las
sagradas especies en paños sagrados, corrió a la sacristía, sin reparar que, en
el trayecto, algunas
gotas de la preciosísima Sangre habían caído sobre el mármol del pavimento.
Esto sucedía en la Basílica de Santa Cristina, sobre el altar puesto bajo el
baldaquino de mármol lombardo.
Cuando acaecía este milagro, era Ministro
General de los Franciscanos Juan Fidenza, conocido bajo el nombre de
Buenaventura de Bagnorea, ciudad natal del Santo, a pocos kilómetros de
Bolsena. Profundo conocedor de los hombres y de los lugares, el Doctor Seráfico
fue encargado por el Papa Urbano IV de presidir la comisión de teólogos
instituida para controlar la verdad de los hechos.
Realizado su cometido por la comisión, confirmó la verdad del
milagro, y el Papa ordenó a Jaime Maltraga, Obispo de Bolsena,
que le llevase a Orbieto, donde tenía su residencia, el sagrado corporal, el
purificador y los linos manchados de sangre. Acompañado
el Papa de su corte, salió al encuentro de las sagradas reliquias,
y, en el puente de Rivochiero, tomó entre sus manos el sagrado depósito y lo
llevó procesionalmente a Orbieto.
Ese mismo año el Papa
Urbano IV instauró la fiesta del Corpus Christi.
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