"Esto es mi
cuerpo. Esta es mi sangre".
Queridos
hermanos y hermanas:
Estas
palabras, que pronunció Jesús en la última Cena, se repiten cada
vez que se renueva el sacrificio eucarístico. Las acabamos de escuchar en el
evangelio de san Marcos, y resuenan
con singular fuerza evocadora hoy, solemnidad del Corpus Christi.
Nos llevan espiritualmente al Cenáculo, nos hacen revivir el clima espiritual
de aquella noche cuando, al celebrar la Pascua con los suyos, el Señor
anticipó, en el misterio, el sacrificio que se consumaría al día siguiente en
la cruz. De este modo, la institución de la Eucaristía se nos presenta como
anticipación y aceptación por parte de Jesús de su muerte. Al respecto escribe
san Efrén Sirio: Durante la cena Jesús se inmoló a sí mismo; en la cruz fue
inmolado por los demás (cf.
Himno sobre la crucifixión 3, 1). "Esta es mi
sangre". Aquí es clara la referencia al lenguaje que se empleaba en Israel
para los sacrificios. Jesús
se presenta a sí mismo como el sacrificio verdadero y definitivo,
en el cual se realiza la expiación de los pecados que, en los ritos del Antiguo
Testamento, no se había cumplido nunca totalmente. A esta expresión le siguen
otras dos muy significativas. Ante todo, Jesucristo dice que su sangre "es
derramada por muchos" con una comprensible referencia a los cantos del
Siervo de Dios, que se encuentran en el libro de Isaías (cf. Is 53).
Al añadir "sangre de la alianza", Jesús manifiesta
además que, gracias a su muerte, se cumple la profecía de la nueva alianza
fundada en la fidelidad y en el amor infinito del Hijo hecho hombre; una
alianza, por tanto, más fuerte que todos los pecados de la humanidad. La
antigua alianza había sido sancionada en el Sinaí con un rito de sacrificio de
animales, como hemos escuchado en la primera
lectura, y el pueblo elegido, librado de la esclavitud de Egipto, había prometido
cumplir todos los mandamientos dados por el Señor (cf.Ex
24, 3). En verdad, desde el comienzo, con la construcción del
becerro de oro, Israel fue incapaz de mantenerse fiel a esa promesa y así al
pacto sellado, que de hecho transgredió muy a menudo, adaptando a su corazón de
piedra la Ley que debería haberle enseñado el camino de la vida. Sin embargo,
el Señor no faltó a su promesa y, por medio de los profetas, se preocupó de
recordar la dimensión interior de la alianza y anunció que iba a escribir una
nueva en el corazón de sus fieles (cf.Jr
31, 33), transformándolos con el don del Espíritu (cf. Ez 36, 25-27). Y fue durante la última Cena cuando
estableció con los discípulos esta nueva alianza,
confirmándola no con sacrificios de animales, como ocurría en el pasado, sino
con su sangre, que se convirtió en "sangre de la nueva alianza". Así
pues, la fundó sobre su propia obediencia, más fuerte, como dije, que todos
nuestros pecados. Esto se pone muy bien de manifiesto en la
segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, donde el autor
sagrado declara que Jesús es "mediador de una nueva alianza" (Hb 9, 15).
Lo es gracias a su sangre o, con mayor exactitud, gracias a su inmolación, que
da pleno valor al derramamiento de su sangre. En la cruz Jesús es al mismo
tiempo víctima y sacerdote: víctima digna de Dios, porque no tiene mancha, y
sumo sacerdote que se ofrece a sí mismo, bajo el impulso del Espíritu Santo, e
intercede por toda la humanidad. Así pues, la cruz es misterio de amor y de
salvación que —como dice la carta a los Hebreos— nos purifica de las
"obras muertas", es decir, de los pecados, y nos santifica
esculpiendo la alianza nueva en nuestro corazón; la
Eucaristía, renovando el sacrificio de la cruz, nos hace capaces de vivir
fielmente la comunión con Dios…
Hace
algunos días recordé la importancia de permanecer, como Iglesia, a la escucha
de la Palabra de Dios en la oración y escrutando las Escrituras, especialmente
con la práctica de la lectio divina, es decir, de la lectura meditada y adorante
de la Biblia. Sé que se han promovido numerosas iniciativas al respecto en las
parroquias, en los seminarios, en las comunidades religiosas, en las cofradías,
en las asociaciones y los movimientos apostólicos, que enriquecen a nuestra
comunidad diocesana…
Alimentados con Cristo, nosotros, sus
discípulos, recibimos la misión de ser "el alma" de nuestra ciudad (cf. Carta a Diogneto, 6: ed. Funk, I,
p. 400; ver también Lumen gentium, 38), fermento de renovación,
pan "partido" para todos, especialmente para quienes se hallan en
situaciones de dificultad, de pobreza y de sufrimiento físico y espiritual. Somos testigos de su amor. Me dirijo en
particular a vosotros, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que
junto con él viváis vuestra vida como sacrificio de alabanza por la salvación
del mundo. Sólo de la unión con Jesús podéis obtener la fecundidad espiritual
que genera esperanza en vuestro ministerio pastoral. San León Magno recuerda
que "nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo sólo tiende
a convertirnos en aquello que recibimos" (Sermón
12, De Passione 3, 7: PL 54). Si esto es verdad para
cada cristiano, con mayor razón lo es para nosotros, los sacerdotes. Ser
Eucaristía. Que este sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso,
para que el ofrecimiento del cuerpo y la sangre del Señor que hacemos en el
altar vaya acompañado del sacrificio de nuestra existencia. Cada día el Cuerpo
y la Sangre del Señor nos comunica el amor libre y puro que nos hace ministros
dignos de Cristo y testigos de su alegría. Es
lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo de una auténtica devoción a
la Eucaristía; quieren verlo pasando largos ratos de
silencio y adoración ante Jesús, como hacía el santo cura de Ars… San Juan
María Vianney solía decir a sus parroquianos: "Venid
a la Comunión... Es verdad que no sois dignos, pero la necesitáis" (Bernad Nodet, Le curé d'Ars. Sa
pensée - Son coeur, ed. Xavier Mappus, París 1995, p. 119).
Conscientes de ser indignos a causa de los pecados, pero necesitados de
alimentarnos con el amor que el Señor nos ofrece en el sacramento eucarístico,
renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de Cristo en la
Eucaristía. No hay que dar por descontada nuestra fe. Hoy existe el peligro de una
secularización que se infiltra incluso dentro de la Iglesia y
que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones
sin la participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto de
la liturgia. Siempre
es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y
apresurados, dejándose arrastrar por las actividades y
por las preocupaciones terrenales. Cuando, dentro de poco, recemos el Padrenuestro,
la oración por excelencia, diremos: "Danos hoy nuestro pan de cada
día", pensando naturalmente en el pan de cada día para nosotros y para
todos los hombres. Sin embargo, esta petición contiene algo más profundo. El
término griego epioúsios, que traducimos como "diario", podría aludir
también al pan "super-sustancial", al pan "del mundo
futuro". Algunos Padres de la Iglesia vieron aquí una referencia a la
Eucaristía, el pan de la vida eterna, del nuevo mundo, que ya se nos da hoy en
la santa misa, para que desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Por
tanto, con la Eucaristía el cielo viene a la tierra, el mañana de Dios
desciende al presente, y en cierto modo el tiempo es abrazado por la eternidad
divina. Queridos hermanos y hermanas, como cada año, al final de la santa misa
se realizará la tradicional procesión eucarística y,
con las oraciones y los cantos, elevaremos una imploración común al Señor
presente en la Hostia consagrada. Le diremos en nombre de
toda la ciudad: "Quédate con nosotros,
Jesús; entrégate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida
eterna. Libra a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio que
contamina las conciencias; purifícalo con el poder de tu amor
misericordioso". Y tú, María, que fuiste mujer "eucarística"
durante toda tu vida, ayúdanos a caminar unidos hacia la meta celestial,
alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pan de vida eterna y medicina
de la inmortalidad divina. Amén.
Benedicto XVI, pp emérito.
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