« A TI TE DIGO… »
Dios creó al hombre para la incorruptibilidad (Sab 2,23). Esta gozosa confesión de fe
del libro de la Sabiduría campea como un grito de esperanza en la solemne
liturgia de este domingo. Es la respuesta a las perennes preguntas
fundamentales del hombre, que vuelve a plantearse hoy con especial intensidad.
El Concilio Vaticano II las formuló de este modo: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es
el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que continúan presentes en nuestra
vida a pesar de todo el progreso? ¿Para qué esas victorias conseguidas a tan
alto precio? ¿Qué viene después de esta vida terrena? (Gaudium et Spes, 10).
Sí, el anhelo de una
vida indestructible, vivo en cada uno de nosotros, halla su realización plena
en la obra redentora de Jesucristo.
En el Evangelio de la Misa festiva de hoy lo encontramos en una circunstancia
conmovedora. Un hombre llamado Jairo, jefe de sinagoga, se postra a sus pies y
le suplica ayuda: Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre
ella, para que se salve y viva (Mc 5,23).
En esta súplica se escucha el anhelo
profundo de todo padre y de toda madre... Pero también se expresa en ella la fe
fuerte del judío Jairo, que confía en que Jesús, el mensajero de Dios, salve a
su hija de la muerte y le devuelva su vida y su salud. Cuando le llega la
noticia de que la muchacha había muerto ya, Jesús se conforma con recordar a
Jairo esa fe: No temas; solamente ten fe (V.36). Luego el Señor, con potestad divina vivificadora, dice a la hija
muerta: Muchacha, a ti te digo, levántate. Y el evangelista añade: La muchacha
se levantó al instante y se puso a andar (V.42).
Podemos imaginar que el jefe de la
sinagoga dio gracias de todo corazón al Dios omnipotente por ese don inaudito;
y tal vez lo hizo con las palabras del Salmo responsorial de hoy: Señor, socórreme./
Cambiaste mi luto en danza./ Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre (Sal 29,11-13).
En este acontecimiento de vida y muerte
reconocemos cómo el Señor confirma en su persona las palabras del libro de la
Sabiduría: No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de
los vivientes. Él todo lo creó para que subsistiera. Porque Dios creó al hombre
para la incorruptibilidad, lo hizo imagen de su misma naturaleza (Sab 1,13 s; 2,23).
Para testimoniar esa verdad, devolvió
Jesús la vida a aquella muchacha difunta. Sí, Él está dispuesto a ser condenado
por la increencia de los hombres a una muerte ignominiosa y a morir en la cruz
para manifestar luego en su resurrección el poder de la vida, que es Él mismo.
Como se dice hoy en la segunda lectura de la carta a los Corintios, el Señor se hizo pobre hasta el
desprendimiento completo de la cruz. Se hizo pobre para hacernos ricos a
nosotros, ricos de vida eterna. Cristo ha sembrado la respuesta de la vida, su
propia vida divina, en la historia del hombre, que tiene que morir como exige
la ley de la muerte. Su resurrección a una vida nueva y definitiva sigue
presente y actuando desde entonces en el devenir del mundo; se ha convertido
para siempre en fuente inagotable de esperanza. Cuanto hay de caduco y
moribundo, comienza a revivir en la proximidad de Jesús, contagiado por su
poderoso amor a la vida. El pobre y el ciego, el poseído y el leproso, todos
ellos vuelven a ponerse en camino llenos de confianza, porque experimentan la
fuerza vivificadora que sale del Señor. Quien piensa que ya no tiene salida es
asumido por Cristo, que lo devuelve a la vida con su palabra salvadora. Su promesa se aplica a
todos nosotros: Yo vivo, y también vosotros viviréis (cf. Jn 14,19).
Esta frase del Señor se refiere a la vida
en su forma suprema: la participación en la vida de Dios, que, como verdad y amor creador,
es el único que es vida en sentido ilimitado. Cuando
Cristo dice: Yo vivo y también vosotros viviréis esto constituye un reto y una
promesa al mismo tiempo. Esa frase quiere decir: seréis como Dios, semejantes a
Dios. En esta ocasión, tales palabras no proceden de la boca del tentador, sino
del Hijo. Mediante ellas no se priva a la vida humana de ninguno de sus
valores. Se presupone todo aquello que constituye la vida humana en su afán y
en su belleza: poder pensar y entender; sentir alegría y dolor, amor y
tristeza; asumir tareas y poder desempeñarlas; distinguir el bien y el mal. Y
además, poder mirar más allá de nosotros, mirar a los demás la vida solo es
total y plena si dejamos que Dios entre en contacto con nosotros por la fe y recibimos de Él la
gracia del amor, que alcanza hasta la eternidad y hace que seamos ya reino de
Dios.
La mayoría de nosotros es dolorosamente
consciente de las muchas amenazas que pesan hoy sobre la vida. Y por eso se
distingue el hombre que se da cuenta de tales amenazas y se opone a ellas.
Nosotros los cristianos, estamos llamados
a afrontar este temor a la vida que se halla tan extendido y a ponerle diques
de contención, proclamando y testimoniando el sí de Dios a la vida. Me refiero
al miedo de hacerse viejo y disminuir en el ritmo de trabajo; al miedo ante las
peligrosas posibilidades del hombre para la violencia y la destrucción; al
miedo ante la muerte y la nada. Esos miedos están esperando ser compensados o
incluso sanados por los valores positivos y esperanzadores de nuestra fe.
En Cristo encontramos la imagen de Dios,
de acuerdo con la cual fuimos creados y que debe orientar cada vez más
perfectamente nuestra vida terrena.
San Juan Pablo II, pp.
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