VENID… BENDITOS DE MI PADRE
■ “Venid
vosotros benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde
la creación del mundo” (Mt 25,43).
... El Hijo del
hombre pronunciará estas palabras cuando, como rey, se encuentre ante todos los
pueblos de la tierra, al fin del mundo. Entonces, cuando “Él separará a unos de
otros, como un pastor separa a las ovejas de las cabras” (Mt
25,32), a todos
los que se hallen a su derecha, les dirá las palabras: “heredad el reino”.
Este reino es el don
definitivo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es el don madurado “desde
la creación del mundo” (Mt 25,34), en el curso de toda la historia de la salvación. Es don del
amor misericordioso.
Por esto, hoy, la
fiesta de Cristo Rey del universo y último domingo del año litúrgico, he
deseado venir al santuario del Amor Misericordioso. La liturgia de este domingo
nos hace conscientes, de modo particular, que en el reino revelado por Cristo
crucificado y resucitado se debe cumplir definitivamente la historia del hombre
y del mundo: “Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto” (1 Cor
15,20).
El reino de Cristo,
que es don del amor eterno, del amor misericordioso, ha sido preparado “desde
la creación del mundo”.
Sin embargo, “por
un hombre vino la muerte” (1 Cor 15,21) y “por Adán murieron todos” (1 Cor 15,22).
A la esencia del
reino, nacido del amor eterno, pertenece la Vida y no la muerte. La muerte
entró en la historia del hombre juntamente con el pecado. A la esencia del
reino, nacido del amor eterno, pertenece la gracia, no el pecado. El pecado y
la muerte son enemigos del reino porque en ellos se sintetiza, en cierto
sentido, la suma del mal que hay en el mundo, el mal que ha penetrado en el
corazón del hombre y en su historia.
El
amor misericordioso tiene su plenitud en el bien. El reino “preparado desde la creación del mundo” es reino de la
verdad y de la gracia, del bien y de la vida. Tendiendo a la plenitud del bien,
el amor misericordioso entra en el mundo signado con la marca de la muerte y de
la destrucción. El amor misericordioso penetra en el corazón del hombre,
oprimido por el pecado y la concupiscencia, que es “del mundo”. El amor
misericordioso establece un encuentro con el mal; afronta el pecado y la
muerte. Y en esto precisamente se manifiesta y se vuelve a confirmar el hecho de
que este amor es más grande que todo mal.
Sin embargo, San Pablo nos hace caer en la
cuenta de lo largo que es el camino que este amor debe recorrer, el camino que lleva al cumplimiento del reino “preparado desde
la creación del mundo”. Escribiendo sobre Cristo Rey, se expresa así: “Cristo
tiene que reinar hasta que Dios haga a sus enemigos estrado de sus pies. El
último enemigo aniquilado será la muerte” (1 Cor 15,25 s).
La muerte ya fue
aniquilada por primera vez en la resurrección de Cristo, que en esta victoria
se ha manifestado Señor y Rey. Sin embargo, en el mundo continúa dominando la
muerte: “por Adán murieron todos”, porque sobre el corazón del hombre y sobre
su historia pesa el pecado. Parece pesar de modo especial sobre nuestra época.
¡Qué grande es la
potencia del amor misericordioso que esperamos hasta que Cristo haya puesto a
todos los enemigos bajo sus pies, venciendo hasta el fondo el pecado y
aniquilando, como último enemigo, a la muerte!
El
reino de Cristo es una tensión hasta la victoria definitiva del amor misericordioso, hacia la plenitud escatológica del bien y de la gracia, de la
salvación y de la vida. Esta plenitud tiene su comienzo visible sobre la tierra
en la cruz y en la resurrección. Cristo, crucificado y resucitado, es
revelación auténtica del amor misericordioso en profundidad. Él es rey de
nuestros corazones.
“Cristo tiene
que reinar” en su cruz y resurrección, tiene que reinar hasta que “devuelva a
Dios Padre su reino...” (1 Cor 15,24). Efectivamente, cuando haya “aniquilado todo principado, poder
y fuerza” que tienen al corazón humano en la esclavitud del pecado, y al mundo
sometido a la muerte; cuando “todo le esté sometido”, entonces también el Hijo
hará acto de sumisión a Aquél que le ha sometido todo, “y así Dios lo será todo
para todos” (1 Cor 15,28).
He aquí la definición
del reino preparado “desde la creación del mundo”. He aquí el cumplimiento
definitivo del amor misericordioso: ¡Dios todo en todos!
Cuantos en el mundo
repiten cada día las palabras “venga a nosotros tu
reino”, rezan en
definitiva “para que Dios sea todo en todos”. Sin embargo, “por un hombre vino
la muerte” (1 Cor 15,21), la muerte, cuya dimensión interna en el espíritu humano es el
pecado.
El hombre, pues,
permaneciendo en esta dimensión de muerte y de pecado, el hombre tentado desde
el comienzo con la palabra: “seréis como Dios” (cfr.
Gen 3,5), mientras
reza “venga tu reino”, por desgracia, se oponen a su venida, incluso la
rechaza. Parece decir: si en definitiva Dios será “todo en todos”, ¿qué quedará
para mí, hombre” ¿Acaso este reino escatológico no absorberá al hombre, no lo
aniquilará”
Si Dios es todo, el
hombre no es nada; no existe. Así proclaman los autores de las ideologías y programas
que exhortan al hombre a volver las espaldas a Dios, a oponerse a su reino con
absoluta firmeza y determinación, porque sólo así puede construir el propio
reino; esto es, el reino del hombre en el mundo, el reino indivisible del
hombre.
Así creen, así
proclaman, y por esto luchan. Al comprometerse en esta batalla, parecen no
advertir que el hombre no puede reinar mientras en él continúe dominando el
pecado; que no es verdaderamente rey cuando la muerte domina sobre él... ¿Qué
tipo de reino puede ser éste, si no libera al hombre de ese “principado,
potestad y fuerza”, que arrastran al mal su conciencia y su corazón, y hacen
brotar de las obras del genio humano horribles amenazas de destrucción”
Ésta es la verdad
sobre el mundo en que vivimos. La verdad sobre el mundo, en el cual el hombre,
con toda su firmeza y determinación, rechaza el Reino de Dios para hacer de
este mundo el propio reino indivisible. Y, al mismo tiempo, sabemos que en el
mundo está ya el reino de Dios. Está de modo irreversible. Está en el mundo:
¡está en nosotros!
■ ¡Oh!, ¡de cuánta
potencia de amor tiene necesidad el hombre y el mundo de hoy!
¡De cuánta potencia del amor misericordioso! Para que ese reino,
que ya está en el mundo, pueda reducir a la nada el reino del “principado,
poder y fuerza”, que inducen el corazón del hombre al pecado, y extienden sobre
el mundo la horrible amenaza de la destrucción. ¡Oh! ¡cuánta potencia del amor
misericordioso se debe manifestar en la cruz y en la resurrección de Cristo!
“Cristo tiene que
reinar...”. Cristo
reina por el hecho de que lleva al Padre a todos y a todo, reina para entregar
“el reino a Dios Padre” (1 Cor 15,24), para someterse a sí mismo a Aquél que le ha sometido todas las
cosas (1 Cor 15,28).
Él reina como Pastor,
como el Buen Pastor. Pastor es aquél que ama a las ovejas y
tiene cuidado de ellas, las protege de la dispersión, las reúne “de todos los lugares donde se desperdigaron el día de los
nubarrones y de la oscuridad” (Ez 34,12).
La liturgia de hoy
contiene un emocionante diálogo del pastor con el rebaño. Dice el Pastor: “Yo
mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear... Buscaré las ovejas
perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las
enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré debidamente” (Ez
34,15-16). Dice el
rebaño: “El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace
recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas, y repara mis fuerzas; me guía
por el sendero justo, por el honor de su nombre... Tu bondad y tu misericordia
me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor, por
años sin término” (Sal 22/23, 1-3.6).
Éste
es el diálogo cotidiano de la Iglesia: el diálogo que tiene lugar entre el Pastor y el rebaño y en
este diálogo madura el reino “preparado desde la creación del mundo” (Mt
25,24).
Cristo
Rey, como Buen Pastor, prepara de diversos modos a su rebaño, esto es, a todos aquellos a quienes Él debe entregar al padre
“para que Dios sea todo para todos” (1 Cor 15,28). ¡Cuánto desea Él decir un día a todos: ¡“Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino”! (Mt 25,34). ¡Cómo desea encontrar, al culminar la historia del mundo, a
aquellos a los que podrá decir: “...tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed
y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me
vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt
25,35-36). ¡Cómo
desea reconocer a sus ovejas por las obras de caridad, incluso por una sola de
ellas, incluso por el vaso de agua dado en su nombre! (cfr.
Mc 9,41) ¡Cómo desea
reunir a sus ovejas en un solo redil definitivo, para colocarlas “a su derecha”
y decir: ¡“heredad... el reino preparado para vosotros desde la creación
del mundo”! Y, sin
embargo, en la misma parábola, Cristo habla de las cabras que se hallarán “a la
izquierda”. Son los que han rechazado el reino. Han rechazado no sólo a Dios,
considerando y proclamando que su reino aniquila al indiviso reino del hombre
en el mundo, sino que ha rechazado también al hombre: no le han hospedado, no
le han visitado, no le han dado de comer ni de beber. Efectivamente, el reino
de Cristo se confirma, en las palabras del último juicio, como reino del amor
hacia el hombre. La última base de la condenación será precisamente esa
motivación: “cada vez que no lo hicisteis con uno de éstos, los humildes,
tampoco lo hicisteis conmigo” (Mt 25,45).
■ Éste es, pues, el
reino del amor al hombre, del amor en la verdad; y, por esto, es el reino del amor misericordioso. Este reino es el don “preparado desde la creación del mundo”,
don del amor. Y también fruto del amor, que en el curso de la historia del
hombre y del mundo se abre constantemente camino a través de las barreras de la
indiferencia, del egoísmo, de la despreocupación y del odio; a través de las
barreras de la concupiscencia de la carne, de los ojos y de la soberbia de la
vida (cfr. 1 Jn 2,16); a través del fomes del pecado que cada uno lleva en sí, a través de la historia de
los pecados humanos y de los crímenes, como por ejemplo los que gravitan sobre
nuestro siglo y sobre nuestra generación...¡a través de todo esto!...
San Juan Pablo II, papa
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