Solemnidad de San Pedro y San Pablo
Llegados a final de junio, podríamos decir
que suena a examen de fin de curso el interrogatorio que el Evangelio de este
día nos presenta, o tal vez una encuesta improvisada. ¿Quién dice la gente por ahí que es el Hijo del hombre? ¿Y vosotros
quién decís que soy yo? Ayer como hoy, las respuestas de la gente serán
variopintas e incluso extravangantes. La gente puede decir ¡tantas cosas!
cuando se pone a definir a Jesús desde una clave inadecuada, incluso cuando
hacen gala de una teología que no se vive en comunión leal y filial con la
tradición de la Iglesia.
De ahí la segunda pregunta de Jesús: esto
es lo que dice la gente, pero... "y
vosotros, ¿quién decís que soy yo?". Porque, obviamente, tan sólo
quien convive con una persona, tan sólo quien ha entrado en su intimidad puede
decir con verdad quién es. La gente que no se mueve en esta experiencia de
conocimiento cercano, puede opinar lo que quiera pero demasiadas veces lo hace
con atrevido oportunismo, con ignorante ignorancia, o con interés ideológico.
Pedro dirá: "tú eres el Hijo de Dios vivo". En ese examen Jesús le
puso buena nota, la mejor: haberle dicho que el mismo Padre Dios había hablado
por su boca. Y a continuación le cambiará para siempre de nombre: de Simón a
Cefas, Piedra, y sobre esa Piedra de Pedro, Jesús edificaría su Iglesia.
Sin duda que fue una hermosa definición la
de Pedro. Porque hay otros dioses que no están vivos: tienen boca pero no
hablan, tienen ojos pero no ven, oídos pero no oyen. Dioses de conveniencia,
que no molestan ni exigen conversión, que sólo entretienen en dudosas
devociones; dioses de adorno y costumbrismo. Pedro se ha encontrado con el Dios
vivo y verdadero. Responder que Jesús es el Hijo de Dios vivo, no en una
definición teórica y aprendida, que se repite sin saber lo que se dice, sino
dar esa respuesta cuando trabajamos y cuando descansamos, cuando amamos,
cuando nos alegramos, cuando sufrimos y lloramos, cuando nos rodea la gracia o
cuando nos acorrala la desgracia. Jesús no ha sido enviado por el Padre como un
objeto de curiosidad o de fácil beneficiencia; su Persona y su Palabra no son
para fomentar el espectáculo de una atracción milagrera, sino que más bien son
para reconocer el acontecimiento de una novedad que puede cambiar de raíz la
vida, el germen de algo nuevo que puede surgir en quienes y entre quienes
reconocen en Él el don del Dios vivo por excelencia.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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