SEPTIEMBRE
2017
«Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).
Pero Jesús no quiere alimentar esas
ilusiones, Jesús está en la plenitud de su vida pública, en medio de su anuncio
de que el Reino de Dios está cerca, y se prepara para ir a Jerusalén. Sus discípulos, que han
intuido la grandeza de su misión y han reconocido en Él al Enviado de Dios que
todo el pueblo de Israel aguardaba, esperan por
fin liberarse del poder de Roma y ver el alba de un mundo mejor, portador de
paz y prosperidad; dice
claramente que su viaje hacia Jerusalén no lo llevará al triunfo, sino más bien
al rechazo, al sufrimiento y a la muerte; revela también que al tercer día
resucitará. Son palabras tan difíciles de entender y de aceptar que Pedro
reacciona y muestra su rechazo a un proyecto tan absurdo; incluso intenta
disuadir a Jesús.
Después de una seria regañina a Pedro,
Jesús se dirige a todos los discípulos con una invitación desconcertante:
«Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame».
Con estas palabras, ¿qué les pide Jesús a
sus discípulos de ayer y de hoy? ¿Quiere que nos despreciemos a nosotros
mismos, que nos volquemos todos en una vida ascética? ¿Nos pide que busquemos
el sufrimiento para ser más gratos a Dios?
Esta Palabra nos exhorta más bien a seguir los pasos de Jesús
acogiendo los valores y exigencias del Evangelio para parecernos cada vez más a
Él. Lo cual
significa vivir con plenitud la vida entera, como hizo Él, incluso cuando
aparece en el camino la sombra de la cruz.
«Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame».
No podemos negarlo: cada uno tiene su cruz. El dolor, con
sus variadas caras, forma parte de la vida humana, pero nos parece
incomprensible, contrario a nuestro deseo de felicidad. Pero ahí es
precisamente donde Jesús nos enseña a descubrir una luz inesperada. Como sucede
cuando, al entrar en algunas iglesias, descubrimos lo maravillosas y luminosas
que son sus vidrieras, que desde fuera parecían oscuras y sin belleza.
Si queremos seguirlo, Jesús nos pide que trastoquemos
completamente nuestros valores, quitándonos nosotros del centro del mundo y
rechazando la lógica de buscar el interés personal. Nos propone
que prestemos más atención a las necesidades de los demás que a las nuestras;
que usemos nuestras energías para hacer felices a los demás, como Él, que no
perdió ocasión de consolar y dar esperanza a aquellos con quienes se
encontraba. Y por este camino de liberación del egoísmo podemos comenzar a
crecer en humanidad, a conquistar la libertad que realiza plenamente nuestra
personalidad.
«Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame».
Jesús nos invita a ser testigos del
Evangelio aun cuando esta fidelidad sea puesta a prueba por pequeñas o grandes
incomprensiones del entorno social en que vivimos. Jesús está con nosotros, y
quiere que nos juguemos la vida con Él por el ideal más atrevido: la
fraternidad universal, la civilización del amor.
Esta radicalidad en el amor es una
exigencia profunda del corazón humano, tal como atestiguan personalidades de
tradiciones religiosas no cristianas que han seguido la voz de la conciencia
hasta el fondo. Escribe Gandhi: «Si alguien me matase y yo muriese con una
oración por mi asesino en los labios y el recuerdo de Dios y la consciencia de
su viva presencia en el santuario de mi corazón, solo entonces se podrá decir
que poseo la no-violencia de los fuertes».
Chiara Lubich encontró en el misterio de
Jesús crucificado y abandonado la medicina para sanar cualquier herida personal
y cualquier desunidad entre personas, grupos y pueblos, y compartió con muchos
este descubrimiento. En 2007, con ocasión de un congreso de movimientos y comunidades
de distintas Iglesias en Stuttgart (Alemania), escribió:
«También cada uno de nosotros sufre en la vida dolores por lo menos un
poco semejantes a los de Él. [...] Cuando
sentimos [...] estos dolores, acordémonos de Él, que los hizo suyos: son poco
menos que una presencia de Él, un modo de participar en su dolor. Hagamos como
Jesús, que no permaneció petrificado, sino que añadió a ese grito las palabras:
"Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23, 46) Y volvió a abandonarse en el Padre.
Como Él, también nosotros podemos ir más
allá del dolor y superar la prueba diciéndole: "En ella te amo a ti, Jesús
abandonado; te amo a ti, me recuerda a ti, es una expresión de ti, un rostro tuyo”.
Y si en el momento siguiente nos lanzamos a amar al hermano y a la hermana y a
hacer lo que Dios quiere, la mayoría de las veces experimentamos que el dolor
se transforma en alegría [...]. Los pequeños grupos en que vivimos [...] pueden
conocer pequeñas o grandes divisiones. También en ese dolor podemos ver su rostro,
superar ese dolor en nosotros y hacer lo que sea con tal de recomponer la
fraternidad con los demás. [...] La cultura de
la comunión tiene como camino y modelo a Jesús crucificado y abandonado».
Leticia
Magri
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