TRES SON LOS ENEMIGOS DE LA ORACIÓN
La
oración es un combate. ”Quiero encontrar a Dios en mí y conmigo y siento
que todo mi ser interior cruje, parece roto y vacío. Creí que tenía a Dios al
alcance de la mano, y se me antoja lejano a distancias siderales. Y me digo:
¡No…! ¡Así no es posible orar”.
¿Será
cierto? Pues, sí, lo
es.
Pero veamos dónde está el problema. La
tenaz tentación.
Saturación. Hoy por lo general
vivimos en estado de saturación. Es decir, estamos hartos y satisfechos, saciados,
llenos completamente, como queramos decirlo, de ruidos, de
imágenes en acción vivísima, rápida, de noticias veloces, de propagandas
agresivas que se nos cuelan por todos lados. En casa y en la calle. Hasta en
los bolsillos y en nuestras manos. Estamos repletos de todo hasta la saciedad; de todo, menos de armonía y quietud: necesarias ambas para percibir las
realidades interiores que nos habitan: que somos, que tenemos y
que nos permiten el verdadero encuentro con nosotros mismos, con los otros y con
Dios. En estas condiciones es imposible orar.
Agitación. Acosados por las mil y una exigencias
de una vida hiperocupada e hiperpreocupada, no tenemos tiempo para nada, y casi, casi para nadie.
Que es peor. Ni siquiera para nosotros mismos cuanto menos para los demás,
aunque entre los demás esté Dios, ¡como tiene que ser! La presión que sentimos
por todos lados, la movilidad excesiva, (no digamos las movidas): Las prisas,
la velocidad y las tensiones, etc., hacen
prácticamente imposible el sosiego necesario para la oración.
Los resultados psicofísicos más agudos de
este estado de agitación son
el estrés y la depresión.
Pero los estados agudos interiores provocados son aún más nefastos: aspereza o
desabrimiento, una pereza instalada y crónica, incapacidad de esfuerzo amoroso,
el relajamiento caprichoso y placentero, interesado y permisivo en los hábitos
y costumbres íntimas, la negligencia del corazón… En fin, inquietud y turbación
violenta y constante de ánimo. Todo eso hace imposible la oración, que es por contrario, abandono quieto
y sosegado en el amor de Dios, acogido y dado.
Metalización. La palabra puede parecer extraña, pero su realidad
tentadora no. Por metalizar se entiende: “Hacer
que un cuerpo adquiera cualidades metálicas”. Y también: “Convertirse
una cosa en metal”. Y de forma figurada: “Aficionarse excesivamente al
dinero”. Pues, bien, todo eso queremos decir cuando escribimos metalización,
es decir, un estado del espíritu que reviste las características del
metal. Nada penetra en él. Todo le resbala como el agua. ¡Y esto
es muy serio! ¡Grave incluso!
Habituados a tener muchas cosas, a
tenerlas al alcance de la mano y en seguida, el espíritu se aficiona a ellas
hasta hacerse una cosa con ellas y
a no poder vivir sin ellas. Y entonces, nada que sea espiritual tiene en él
resonancia interior. Así no puede tener acogida, y menos,
profundidad. En tal caso, la
oración no tiene sentido e instintivamente se rechaza.
Tanto más que la oración es encuentro interior en el Espíritu, labrado con puro
amor.
Con la saturación,
la agitación y la metalización,
desafinamos por completo los sentidos interiores indispensables para la
oración: la fe, la esperanza y la caridad. Es más, los tenemos
embotados y atrofiados: “Como con perlesía”, decía santa Teresa.
Gregorio Rodríguez, cpcr- Religión en libertad 30 enero 2016
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