FEBRERO
2016
«Como a un
niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (Is 66,
13).
¿Quién no ha visto llorar a un niño y
echarse en los brazos de su madre? Suceda lo que suceda, sea cosa pequeña o
grande, la madre le seca las lágrimas, lo cubre de cariño y al poco rato el
niño vuelve a sonreír. A él le basta con sentir su presencia y su afecto. Así
hace Dios con nosotros, comparándose con una madre.
Con estas palabras Dios se dirige a su
pueblo que ha vuelto del exilio en Babilonia. Después de haber visto demoler
sus casas y el Templo, después de haber sido deportado a tierra extranjera,
donde ha experimentado decepción y desánimo, el pueblo vuelve a su patria y
debe volver a empezar a partir de las ruinas que ha dejado la destrucción
sufrida.
La tragedia vivida por Israel es la misma
que se repite para tantos pueblos en guerra, víctimas de actos terroristas o de
explotación inhumana. Casas y calles en ruinas, lugares símbolo de su identidad
arrasada, saqueo de bienes, lugares de culto destruidos. Cuántas personas
secuestradas, millones se ven obligadas a huir, miles encuentran la muerte en
el desierto o en el mar. Parece un apocalipsis.
«Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo»
Esta Palabra de vida es una invitación a
creer en la acción amorosa de Dios incluso donde no se percibe su presencia. Es
un anuncio de esperanza. El está al lado de quienes sufren persecución,
injusticias y exilio. Está con nosotros, con nuestra familia, con nuestro
pueblo. Conoce nuestro dolor personal y el de la humanidad entera. Se ha hecho
uno de nosotros hasta morir en la cruz. Por eso sabe comprendemos y consolamos.
Precisamente como una madre, que sienta al niño en sus rodillas y lo consuela.
Hace falta abrir los ojos y el corazón
para «verlo». En la medida en que experimentemos la ternura de su amor,
conseguiremos transmitirla a todos los que viven inmersos en el dolor y en la
prueba; seremos instrumentos de consuelo. Así lo sugiere el apóstol Pablo a los
corintios: «consolar nosotros a los demás en cualquier lucha mediante el
consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2
Co 1, 4).
Es también la experiencia íntima y
concreta de Chiara Lubich: «Señor, dame a todos los que están solos... He
sentido en mi corazón la pasión que invade al tuyo por todo el abandono en que
está sumido el mundo entero. Amo a todo ser enfermo y solo. ¿Quién consuela su
llanto? ¿Quién llora con él su muerte lenta? Y ¿quién estrecha contra su pecho el corazón desesperado? Haz, Dios mío,
que sea en el mundo el sacramento tangible de tu amor: que sea tus brazos, que
abrazan y transforman en amor toda la soledad del mundo»[1].
Fabio Ciardi
[1] C. Lubich,
Meditaciones, Ciudad Nueva, Madrid 1964,200710, p. 22. Ed. en
catalán en Escrits espirituals/l, Ciutat Nova / Publicacions de l'
Abadia de Montserrat 1982, p. 33.
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