LOS
DISCÍPULOS DE EMAÚS
Queridos
hermanos y hermanas:
El evangelio del tercer domingo de Pascua Ciclo es el célebre relato
llamado de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35). En él se nos habla de dos seguidores de Cristo que, el día
siguiente al sábado, es decir, el tercero desde su muerte, tristes y abatidos
dejaron Jerusalén para dirigirse a una aldea poco distante, llamada
precisamente Emaús. A lo largo del camino, se
les unió Jesús resucitado, pero ellos no lo reconocieron. Sintiéndolos
desconsolados, les explicó, basándose en las Escrituras, que el Mesías debía
padecer y morir para entrar en su gloria. Después, entró con ellos en casa, se
sentó a la mesa, bendijo el pan y lo partió. En ese momento lo reconocieron,
pero él desapareció de su vista, dejándolos asombrados ante aquel pan partido,
nuevo signo de su presencia. Los dos volvieron inmediatamente a Jerusalén y
contaron a los demás discípulos lo que había sucedido.
La localidad de Emaús no ha sido identificada con certeza. Hay diversas
hipótesis, y esto es sugestivo, porque nos permite pensar que Emaús representa
en realidad todos los lugares: el camino que lleva a Emaús es el camino de todo
cristiano, más aún, de todo hombre. En nuestros caminos Jesús resucitado se
hace compañero de viaje para reavivar en nuestro corazón el calor de la fe y de
la esperanza y partir el pan de la vida eterna.
En la conversación de los discípulos con el peregrino desconocido impresiona
la expresión que el evangelista san Lucas pone en los labios de uno de ellos:
«Nosotros esperábamos...» (Lc 24,21).
Este verbo en pasado lo dice todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos
esperado..., pero ahora todo ha terminado. También Jesús de Nazaret, que se
había manifestado como un profeta poderoso en obras y palabras, ha fracasado, y
nosotros estamos decepcionados.
Este
drama de los discípulos de Emaús es como un espejo de la situación de muchos
cristianos de nuestro tiempo. Al parecer, la esperanza de la fe ha fracasado. La fe misma entra en crisis a
causa de experiencias negativas que nos llevan a sentirnos abandonados por el
Señor. Pero este camino hacia Emaús,
por el que avanzamos, puede llegar a ser el camino de una purificación y
maduración de nuestra fe en Dios. También hoy podemos entrar en diálogo con
Jesús escuchando su palabra. También
hoy, él parte el pan para nosotros y se entrega a sí mismo como nuestro
pan. Así, el encuentro con Cristo
resucitado, que es posible
también hoy, nos da una fe más profunda y auténtica, templada, por decirlo así,
por el fuego del acontecimiento pascual; una fe sólida, porque no se alimenta
de ideas humanas, sino de la palabra de Dios y de su presencia real en la
Eucaristía.
Este estupendo texto evangélico
contiene ya la estructura de la santa misa: en la primera parte, la escucha
de la Palabra a través de las sagradas Escrituras; en la segunda, la liturgia
eucarística y la comunión con Cristo presente en el sacramento de su Cuerpo y
de su Sangre. La Iglesia, alimentándose en esta doble mesa, se edifica
incesantemente y se renueva día tras día en la fe, en la esperanza y en la
caridad. Por intercesión de María santísima, oremos para que todo cristiano y
toda comunidad, reviviendo la experiencia de los discípulos de Emaús,
redescubra la gracia del encuentro transformador con el Señor resucitado.
Que la
alegría de Cristo resucitado colme vuestro corazón de serenidad en el camino de
la vida y os aliente a orar, a escuchar con fervor su palabra, a participar dignamente
en los sacramentos y a dar testimonio del Evangelio con valentía en toda
circunstancia.
Benedicto XVI, pp emérito
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