«¡OH DIOS!,
TEN COMPASIÓN DE ESTE PECADOR»
Siempre esta parábola ha sido una referencia para explicar la
oración. El ser de una persona religiosa se expresa en su
verdad y autenticidad desde su oración. Orar es y será la
dimensión esencial de la relación con Dios.
Jesús nos habla de dos personas que suben a orar al
templo. Hasta físicamente, no solo
espiritualmente, se subraya que la oración es subida, es ponerse en camino.
El fariseo le cuenta a Dios lo bueno que
es. Probablemente, todo lo cumple. Claro que para decirle a Dios lo bueno que
es, tiene que mirar de reojo a los demás que no son como él. Es una oración
ante su propio espejo. El fariseísmo es
la religión sin corazón que siempre
lleva a juzgar sin piedad a los demás. Es el hijo de la parábola del Hijo
Pródigo que se queda en casa, pero que se sitúa delante del Padre, como siervo
que cumple leyes y sin un corazón misericordioso con los demás.
El publicano
expresa el corazón orante que no es
autorreferencial. Es humilde porque camina en verdad. Le muestra sus manos
vacías para que las llene el Señor con la ternura de su Corazón. No mira a
nadie para juzgarlo…ya tiene bastante con sus pecados. Verdaderamente, ha
subido y ha llegado a las entrañas de misericordia del Corazón del Señor. Baja transformado
porque su oración no ha sido un espejo donde mirarse para decirse lo bueno que
es él y lo malo que son todos los demás.
Los dos suben y los dos bajan. Son distintos sus corazones y son distintas las
realidades orantes de sus vidas. Tenemos que subir, siempre, al monte de la
contemplación y, siempre, con un corazón humilde y contrito, bajar al valle de
la desfiguración donde viven nuestros hermanos en todas las intemperies y en
todas las periferias físicas y existenciales. Una vida cristiana sin oración es imposible. Una oración sin corazón es farisaica y nos cierra a
los hermanos.
+ Francisco Cerro Chaves - Obispo de
Coria-Cáceres
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