LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS
De la mano de San Lucas el año litúrgico va llegando a
su fin, y con él también su relato viajero de la subida de Jesús a Jerusalén,
término de su vida terrestre. Por eso el tema que nos acompañará en estos tres
últimos domingos de nuestro año cristiano, será el tema del paso a la vida
nueva.
Es posible que algunas predicaciones sobre
los “novísimos” (muerte, juicio, eternidad) se hayan hecho inadecuadamente,
generando más un pánico temeroso que una esperanza serena. La Iglesia, fiel a la herencia de su
Señor, no pretende acorralar entre miedos y amenazas la libertad del hombre. No obstante, no por ello puede callarse
sobre la suerte feliz o infeliz que a todos nos espera
en la tierra definitiva, en ese hogar del Padre Dios en el que Jesús nos ha
preparado morada.
Pero
no es lo mismo creer en la
vida eterna que en la vida larga, y
hoy se practica un frenético culto a la vida larga con toda una ascética casi
religiosa: aerobic, herbolarios, dietas alimenticias, naturismo... todo lo
cual, obviamente, está bien, pero deja de estarlo cuando achata el horizonte
existencial del hombre, cuando reduce el aprecio y la pasión por la vida a una
cuestión de estética o de cosmética. Confundir la felicidad con una fórmula antiarrugas
o con un plan adelgazante, es cambiar la eternidad por la longevidad, la casa
de Dios por el gimnasio o la sauna, la adhesión a la vida toda por el apego a
la mocedad.
Habrá un momento de gran verdad para
todos, un momento en el que se veri-ficará
(hacer la verdad) nuestra vida: el momento de la muerte. Entonces, desnudos de
poses y de intereses creados, podremos veri-ficar
aquello que decía san Francisco: “somos lo que somos ante Dios, y nada más” (Admonición 19).
La
eternidad ya ha comenzado para nosotros con la vida.
Somos inmortales. Vivir teniendo
presente este momento significa vivir con la voluntad de no querer improvisarlo
como quien se resiste ante un encuentro indeseado pero inevitable. Más bien es
vivir en lo cotidiano siendo lo que somos en la mente y en el corazón de Dios,
es decir, realizando su diseño, su designio sobre nosotros, su proyecto sobre
todos y cada uno. Nuestro corazón nos reclama que las cosas más bellas, las más
amadas, empezando por la misma vida y el mismo amor, no tengan ocaso. Este es nuestro destino feliz,
bienaventurado y dichoso, que ha comenzado ya
aunque
todavía no haya llegado a su plena
manifestación.
+ Jesús Sanz Montes, ofm-Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario