Queridos hermanos y hermanas:
En este tercer domingo de Cuaresma la
liturgia vuelve a proponernos este año uno de los textos más hermosos y
profundos de la Biblia: el diálogo entre Jesús y la samaritana (cf. Jn 4, 5-42). San Agustín, se sentía con razón fascinado por este
relato, e hizo un comentario memorable de él. Es imposible expresar en una
breve explicación la riqueza de esta página evangélica: es preciso leerla y
meditarla personalmente, identificándose con aquella mujer que, un día como
tantos otros, fue a sacar agua del pozo y allí se encontró a Jesús sentado,
«cansado del camino», en medio del calor del mediodía. «Dame de beber», le dijo, dejándola muy sorprendida. En efecto, no
era costumbre que un judío dirigiera la palabra a una mujer samaritana, por lo
demás desconocida. Pero el asombro de la mujer estaba destinado a aumentar:
Jesús le habló de un «agua viva» capaz de saciar la sed y de convertirse en
ella en un «manantial de agua que salta hasta la vida eterna»; le demostró,
además, que conocía su vida personal; le reveló que había llegado la hora de
adorar al único Dios verdadero en espíritu y en verdad; y, por último, le
aseguró —cosa muy rara— que era el Mesías. Todo esto a partir de la experiencia
real y sensible de la sed.
El tema de la sed atraviesa todo el
evangelio de san Juan: desde el encuentro con la samaritana, pasando por la
gran profecía durante la fiesta de las Tiendas (cf. Jn 7,
37-38), hasta la cruz, cuando Jesús, antes de
morir, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed» (Jn 19, 28). La sed de Cristo es una puerta de acceso al misterio
de Dios, que tuvo sed para saciar la nuestra, como se hizo pobre para
enriquecernos (cf. 2 Co 8, 9).
Sí, Dios tiene sed de nuestra fe
y de nuestro amor. Como un padre bueno y misericordioso, desea para
nosotros todo el bien posible, y este bien es él mismo. En cambio, la mujer
samaritana representa la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado
lo que busca: había tenido «cinco maridos» y convivía con otro hombre; sus
continuas idas al pozo para sacar agua expresan un vivir repetitivo y
resignado. Pero todo cambió para ella aquel día gracias al coloquio con el
Señor Jesús, que la desconcertó hasta el punto de inducirla a dejar el cántaro
del agua y correr a decir a la gente del pueblo: «Venid a ver un hombre que me
ha dicho todo lo que he hecho: ¿será este el Mesías?» (Jn 4, 28-29).
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros abramos el corazón a la
escucha confiada de la palabra de Dios para encontrar, como la samaritana, a
Jesús que nos revela su amor y nos dice: el Mesías, tu Salvador, «soy yo: el que habla contigo» (Jn 4, 26).
Nos obtenga este don María, la primera y perfecta discípula del Verbo
encarnado.
Benedicto XVI, pp emérito
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