Queridos hermanos y
hermanas:
Hoy es el primer domingo de Cuaresma, el tiempo
litúrgico de cuarenta días que constituye en la Iglesia un camino
espiritual de preparación para la
Pascua. Se trata, en definitiva, de seguir a Jesús, que se dirige
decididamente hacia la cruz, culmen de su misión de salvación.
Si nos preguntamos: ¿Por qué la Cuaresma? ¿Por qué la cruz? La respuesta, en términos
radicales, es esta: porque existe el mal,
más aún, el pecado, que según las
Escrituras es la causa profunda de todo mal. Pero esta afirmación no es algo
que se puede dar por descontado, y muchos rechazan la misma palabra «pecado»,
pues supone una visión religiosa del mundo y del hombre. Y es verdad: si se
elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar de pecado. Al igual
que cuando se oculta el sol desaparecen las sombras —la sombra sólo aparece
cuando hay sol—, del mismo modo el eclipse de Dios conlleva necesariamente el
eclipse del pecado. Por eso, el sentido del pecado —que no es lo mismo que el
«sentido de culpa», como lo entiende la psicología—, se alcanza redescubriendo
el sentido de Dios. Lo expresa el Salmo Miserere, atribuido al rey David con
ocasión de su doble pecado de adulterio y homicidio: «Contra ti —dice David,
dirigiéndose a Dios—, contra ti sólo pequé» (Sal 51, 6).
Ante
el mal moral, la actitud de Dios es la de oponerse al pecado y salvar al pecador.
Dios no tolera el mal, porque es amor, justicia, fidelidad; y precisamente por
esto no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Para salvar
a la humanidad, Dios interviene: lo vemos en toda la historia del pueblo judío,
desde la liberación de Egipto. Dios está decidido a liberar a sus hijos de la esclavitud
para conducirlos a la libertad. Y la esclavitud más grave y profunda es precisamente
la del pecado. Por esto, Dios envió a su
Hijo al mundo: para liberar a los hombres del dominio de Satanás, «origen y
causa de todo pecado». Lo envió a nuestra carne mortal para que se convirtiera
en víctima de expiación, muriendo por nosotros
en la cruz. Contra este plan de salvación definitivo y universal, el Diablo
se ha opuesto con todas sus fuerzas, como lo demuestra en particular el
Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que se proclama cada año
en el primer domingo de Cuaresma. De hecho, entrar en este tiempo litúrgico
significa ponerse cada vez del lado de Cristo contra el pecado, afrontar —sea
como individuos sea como Iglesia— el combate espiritual contra el espíritu del
mal.
Por eso, invocamos la ayuda maternal de
María santísima para el camino cuaresmal que acaba de comenzar, a fin de que
abunde en frutos de conversión…
Benedicto XVI, pp emérito
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