Queridos
hermanos y hermanas:
Este domingo, segundo de Cuaresma, se suele denominar
de la Transfiguración, porque el Evangelio narra este misterio de la vida
de Cristo. Él, tras anunciar a sus discípulos su pasión, «tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano
Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos,
y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la
luz» (Mt 17, 1-2). Según los sentidos, la luz del sol es la más intensa
que se conoce
en la naturaleza, pero, según el espíritu, los
discípulos vieron, por un breve tiempo, un esplendor aún más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina toda la historia de la
salvación. San Máximo el Confesor afirma que «los
vestidos que
se habían vuelto blancos llevaban el símbolo de las palabras de la Sagrada
Escritura, que se volvían claras,
transparentes y luminosas» (Ambiguum 10: pg
91, 1128 b).
Dice el Evangelio que, junto a Jesús transfigurado, «aparecieron Moisés
y Elías conversando
con él» (Mt 17, 3); Moisés y Elías, figura de la Ley y de los Profetas. Fue
entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó: «Señor, ¡qué bueno es que estemos
aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías» (Mt 17, 4). Pero san Agustín comenta diciendo que nosotros
tenemos sólo
una morada: Cristo; él «es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra
de Dios en los Profetas» (Sermo De Verbis Ev. 78, 3: pl 38,
491). De hecho, el Padre mismo proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (Mt 17, 5).
La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino
que es la revelación de su divinidad,
«la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con
el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz» (Jesús
de Nazaret, Madrid 2007, p. 361).
Pedro, Santiago y Juan, contemplando
la divinidad del Señor, se preparan para afrontar el escándalo de la cruz,
como se canta en un antiguo himno: «En el monte te transfiguraste y tus discípulos,
en la medida de su capacidad, contemplaron tu gloria, para que, viéndote
crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo
que tú eres verdaderamente el esplendor del Padre» (Kontákion eis ten metamórphosin, en: Menaia,
t. 6, Roma 1901, 341).
Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de este
don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de
Dios. Además, especialmente en este tiempo de Cuaresma, os exhorto, como
escribe el siervo de Dios Pablo VI,
«a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario,
además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria» (const. ap. Pænitemini, 17 de febrero de 1966,
iii, c: aas 58 [1966] 182).
Invoquemos a la Virgen María, para que nos ayude a escuchar y seguir
siempre al Señor
Jesús, hasta la pasión y la cruz, para participar también en su gloria.
Benedicto xvI, pp emérito
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