MAYO :
ADORACIÓN Y SACRIFICIO
Alabado sea el Santísimo Sacramento del
Altar
LA ADORACIÓN NOCTURNA MOMENTO PARA CULTIVAR LA INTIMIDAD CON DIOS
HOSTIA SANCTA
"¡Qué hostia la del
altar! ¡Qué sacerdote Jesús! ¡Con qué sentimiento y fervor se ofrece!
¡Con cuáles disposiciones hizo su holocausto, y dura su acción, siquiera sea
incruenta, y se perpetúa y queda inmanente en el orden sobrenatural! ¡Qué aroma
purísimo despide aquella víctima santa, presentada ante el excelso trono del
Dios inmortal! ¡Qué frutos óptimos puede reportarnos esta oblación dignísima,
si nos unimos en el espíritu, humano y divino a un tiempo, del verbo encarnado,
crucificado, muerto, resucitado y ascendido a los cielos, y sentado eternamente
a la diestra del Padre! ¡Cómo podemos subir por él la escala de oro de la
contemplación y de la oración, elevándonos de virtud en virtud, llevados por
Jesucristo, como polluelos de águila, a las elevadas regiones del espíritu, y
en cierto modo cubiertos o sobre vestidos de sus méritos, como dice san Pablo! Materia
es ésta digna de meditación profunda, y capaz de elevar el alma cristiana a las
altas cumbres de la contemplación sublime, desde las que el
espíritu lo escudriña todo, hasta las cosas ocultas de Dios (L.S. (1872) T.III, p.201-204).
A veces nos olvidamos de que la Eucaristía
tiene una dimensión netamente sacrificial. Por
eso la ofrece un sacerdote. El oficio propio de un sacerdote es
ofrecer el sacrificio. El Sumo y Eterno Sacerdote es Jesús, el gran sacrificio,
uno y para siempre eficaz es el que Él ofrendó en la Cruz. La
Eucaristía no es otro sacrificio, sino el mismo de la Cruz.
Cuando en nuestras vigilias de adoración
empezamos con la Santa Misa, lo hacemos con un profundo sentido
teológico. Adoramos una hostia, una víctima sacrificial, por eso nos unimos a
ella en la ofrenda, y luego prolongamos su sentido en la
adoración. Se trata de que uniéndonos a Cristo podamos subir como llevados por
él a las alturas del amor divino. “Sacri-ficio” es
hacer algo sagrado, separarlo totalmente de lo profano ofreciéndoselo a Dios
para resultarle agradable. Para que aplaque su santa justicia
ofendida. Que la Eucaristía es sacrificio está en las mismas
palabras de la consagración: “que se entrega” “que se derrama” “para el perdón
de los pecados” “por vosotros y por muchos”. Por eso nos ponemos
de rodillas en ese momento santo, para adorar el sacrificio que nos salva.
«(Cristo), nuestro Dios y
Señor [...] se ofreció a Dios Padre
[...] una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el
altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los
hombres) la redención eterna. Sin embargo, como su
muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en
la última Cena, "la noche en que fue entregado" (1 Co 11,23), quiso
dejar a la Iglesia, su esposa amada, un
sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana) [...]
donde
se representara el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en
la cruz, cuya memoria se perpetuara hasta el fin de los siglos (1 Co 11,23) y
cuya virtud saludable se aplicara a la remisión de los pecados que cometemos
cada día (Concilio de
Trento: DS 1740).
El sacrificio necesita eso: un sacerdote,
una víctima y una ofrenda, cuando en la Santa Misa se renueva el
sacrificio de la Cruz, coincide el sacerdote (mediante el
sacramento del orden) y la víctima
(mediante el sacramento de la eucaristía), sólo varía el modo de
ofrecerse pues ya no es cruento y sangriento como en el Calvario. Jesús ya está
resucitado y glorioso, y esa victoria no se la quita nadie.
Jesús desde el Cielo sigue presentando al Padre su único sacrifico, por su
eficacia se perdonan nuestros pecados.
En el Antiguo Testamento el
sacerdote ofrecía muchos tipos de sacrificio, cada día la sangre
de animales y ofrendas vegetales se ponían sobre el altar para buscar la paz,
el perdón y otras gracias divinas. El Templo era el centro del Pueblo de
Israel, hecho según el modelo del templo celestial, fue diseñado por Moisés al
dictado de Dios. Pero todo aquello eran figuras de lo
auténtico y verdadero que nosotros vivimos en la Misa y Adoración. Así nos lo
enseña el Nuevo Testamento: (Hb 9, 25-28) Pues no penetró Cristo en
un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino
en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor
nuestro, y no para ofrecerse a sí mismo repetidas veces al modo como el Sumo
Sacerdote entra cada año en el santuario con sangre ajena. Para ello habría
tenido que sufrir muchas veces desde la creación del mundo. Sino que se ha
manifestado ahora una sola vez, en la plenitud de los tiempos, para la
destrucción del pecado mediante su sacrificio. Y del mismo modo que está
establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio, así también
Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la
multitud, se aparecerá por segunda vez sin relación ya con el pecado a los que
le esperan para su salvación.
Con una sola ofrenda, en el
que se identifican Sacerdote y Víctima, con su propia sangre, Jesús ha sido
capaz destruir totalmente el pecado para siempre. No
necesita repetirlo, un solo acto sacrificial ha conseguido lo que
no podían los miles de sacrificios anteriores: entrar eficazmente en el Cielo, el
auténtico templo de Dios, y desde allí esperar a que todos los enemigos sean
puestos como estrado de sus pies.
Deberíamos ser muy conscientes de que
cuando nos ponemos de rodillas ante el Cristo Hostia, Jesús está ofrecido al
Padre para destruir nuestro pecado. ¿Acaso no merece eso
adoración por nuestra parte? ¿No es motivo profundo para inclinar nuestro
orgullo? El nombre de “Misa” significa “enviada” en
latín. ¿Qué ha sido enviada? ¡La ofrenda del sacrifico
hasta el altar del cielo!
Los santos tenían clara
conciencia de este tesoro de la Iglesia, la Misa es el sacrificio de la Ciudad
de Dios: «Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la asamblea
y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal
por el
Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, llegó
a ofrecerse por nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una
tan gran Cabeza. Tal es el sacrificio de los cristianos:
"siendo muchos, no formamos más que un sólo cuerpo en Cristo" (Rm 12,5). Y
este sacrificio, la Iglesia no cesa de reproducirlo en el Sacramento del altar
bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se
ofrece a sí misma (San Agustín, De civitate Dei
10, 6).
Vivir nosotros el sacrificio de Jesús,
ofrecerlo como sacerdotes y ofrecernos como víctimas nos permitirá subir hasta
el sol divino elevados por los méritos de Jesús como anhelaba también santa
Teresita: ¡Oh, Verbo divino!, tú eres el Águila
adorada que yo amo, la que atrae. Eres tú quien,
precipitándote sobre la tierra del exilio, quisiste sufrir y morir a fin de
atraer a las almas hasta el centro del Foco eterno de la
Trinidad bienaventurada. Eres tú quien, remontándote hacia la Luz inaccesible
que será ya para siempre tu morada, sigues viviendo en este valle de lágrimas,
escondido bajo las apariencias de una blanca hostia… Águila eterna, tú quieres
alimentarme con tu sustancia divina, a mí, pobre e insignificante ser que
volvería a la nada si tu mirada divina no me diese la vida a cada instante. (Santa Teresita, Historia de un Alma).
Preguntas para el diálogo y la meditación.
■ ¿Soy consciente de
esta dimensión de la Misa?
■ ¿Me ofrezco yo mismo
como víctima junto con Jesús en el ofertorio?
■ ¿Pido por los
sacerdotes que tengo cerca?
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