TIEMPOS LITURGICOS

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viernes, 3 de junio de 2016

DOMINGO 5 DE JUNIO, 10º DEL TIEMPO ORDINARIO EN LA OCTAVA DE CORPUS CHRISTI

EN EL LLANTO SE HIZO FUERTE LA SONRISA


     ¡Cuántos recodos del camino Jesús pudo atisbar en aquella larga subida a Jerusalén! En cada rincón una historia, en cada tramo una palabra que decir o un gesto que ofrendar. Lo cierto es que no hubo ninguna lágrima cuyo llanto le pasara desapercibido, no hubo tampoco ninguna alegría con cuyo gozo Él no supiera brindar. Y así fue pasando por las plazas, las callejuelas, las aldeas y villorrios, las ciudades con su imponencia, y en cada sitio una especie de pretexto para poder decir palabras vivas que no engañan, o para mostrar con dulzura un signo que a milagro sabía.
     La escena que este domingo nos relata el Evangelio nos abre a una realidad tan dura como cotidiana. Una pobre mujer, viuda, cuyo único hijo iban a enterrar. Nos dice el texto que un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. También Jesús, que se cruza con esa fatal comitiva, iba acompañado de sus discípulos y mucho gentío. Era el vaivén de dos muchedumbres: unos siguen al novedoso Maestro entre el entusiasmo y la euforia de cuanto en Él van descubriendo, otros siguen a la viuda que era madre de aquel joven difunto entre la tristeza más difícil de entender y consolar.
     Dos gentíos que tienen andaduras diferentes, pero que se encuentran cuando la mirada de Jesús alcanza los ojos llorosos de aquella mujer. “No llores”, le dijo sintiendo el dolor lastimero de semejante cortejo fúnebre. El camino al cementerio de pronto se detuvo, y parado el duelo actuará el Maestro. Se quedarían en suspenso, como sorprendidos por semejante lance, presos tal vez de la extrañeza y hasta del miedo, cuando vieron a Jesús tocar el féretro y comenzar a hablar con el muerto.
     El imperativo cayó fulminante sobre aquel despojo humano sin vida ya, y como una orden creadora de la primera mañana, aquel joven obedeció. Como obedeció la luz cuando fue convocada, o al agua se le dijo que vivaracha saltara, o las estrellas lejanas, la luna y el sol que secundaron la encomienda que se les impuso de alumbrarnos y guiarnos. “Levántate”, le dijo al muchacho, y él se levantó. Todos quedaron sobrecogidos, nos dice el cronista evangélico de aquel cruce de caminos entre la esperanza sobrevenida y la temida desesperación.
     Hoy pueden ser otros los signos de la muerte, y tal vez sean también distintas las razones de nuestros llantos, pero también a nosotros se acerca Jesús de mil maneras. Conmovido por nuestras derivas que terminan en oscuridad y en duelo, nos invita a no llorar, a ponernos en pie y a caminar. El encuentro entre este Maestro y nosotros acontece en los vaivenes de nuestras encrucijadas, y también a nosotros se nos dice lo que a aquel joven: se pueden morir tantas cosas, pero la última palabra la tiene siempre la vida, y eso es lo que se nos da como don inmerecido, como una gracia que acaricia nuestro dolor para volver a empezar nuevamente cada día.

                                        
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm-Arzobispo de Oviedo

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