EN EL LLANTO SE HIZO FUERTE LA
SONRISA
¡Cuántos recodos del
camino Jesús pudo atisbar en aquella larga subida a Jerusalén! En cada rincón
una historia, en cada tramo una palabra que decir o un gesto que ofrendar. Lo
cierto es que no hubo ninguna lágrima cuyo llanto le pasara desapercibido, no
hubo tampoco ninguna alegría con cuyo gozo Él no supiera brindar. Y así fue
pasando por las plazas, las callejuelas, las aldeas y villorrios, las ciudades
con su imponencia, y en cada sitio una especie de pretexto para poder decir
palabras vivas que no engañan, o para mostrar con dulzura un signo que a
milagro sabía.
La escena que este domingo nos relata el Evangelio nos abre a una
realidad tan dura como cotidiana. Una pobre mujer, viuda, cuyo único hijo iban
a enterrar. Nos dice el texto que un gentío considerable de la ciudad la
acompañaba. También Jesús, que se cruza con esa fatal comitiva, iba acompañado
de sus discípulos y mucho gentío. Era el
vaivén de dos muchedumbres: unos siguen al novedoso Maestro entre el
entusiasmo y la euforia de cuanto en Él van descubriendo, otros siguen a la viuda que era madre de aquel joven difunto entre
la tristeza más difícil de entender y consolar.
Dos gentíos que tienen andaduras
diferentes, pero que se encuentran cuando la mirada de Jesús alcanza los ojos
llorosos de aquella mujer. “No llores”, le dijo
sintiendo el dolor lastimero de semejante cortejo fúnebre. El camino al
cementerio de pronto se detuvo, y parado el duelo actuará el Maestro. Se
quedarían en suspenso, como sorprendidos por semejante lance, presos tal vez de
la extrañeza y hasta del miedo, cuando vieron a Jesús tocar el féretro y
comenzar a hablar con el muerto.
El imperativo cayó
fulminante sobre aquel despojo humano sin vida ya, y como una orden creadora de
la primera mañana, aquel joven obedeció. Como obedeció la luz cuando fue
convocada, o al agua se le dijo que vivaracha saltara, o las estrellas lejanas,
la luna y el sol que secundaron la encomienda que se les impuso de alumbrarnos
y guiarnos. “Levántate”, le dijo al muchacho, y él se levantó. Todos quedaron
sobrecogidos, nos dice el cronista evangélico de aquel cruce de caminos entre
la esperanza sobrevenida y la temida desesperación.
Hoy pueden ser otros los signos de la muerte, y tal vez sean también
distintas las razones de nuestros llantos, pero también a nosotros se acerca
Jesús de mil maneras. Conmovido por nuestras derivas que terminan en
oscuridad y en duelo, nos invita a no llorar, a ponernos en pie y a caminar. El
encuentro entre este Maestro y nosotros acontece en los vaivenes de nuestras
encrucijadas, y también a nosotros se nos dice lo que a aquel joven: se pueden
morir tantas cosas, pero la última palabra la tiene siempre la vida, y eso es
lo que se nos da como don inmerecido, como
una gracia que acaricia nuestro dolor para volver a empezar nuevamente cada
día.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm-Arzobispo de Oviedo
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