El Espíritu Santo en la vida de la Iglesia primitiva
1. La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés es un acontecimiento único, que sin embargo, no se agota en sí mismo. Al contrario, es el inicio de un proceso duradero, del que los Hechos de los Apóstoles sólo nos narran las primeras fases. Se refieren, ante todo a la vida de la Iglesia en Jerusalén, donde los Apóstoles, tras haber dado testimonio de Cristo y del Espíritu y después de haber conseguido las primeras conversiones, debieron defender el derecho a la existencia de la primera comunidad de los discípulos y seguidores de Cristo frente al Sanedrín. Los Hechos nos dicen que, también frente a los ancianos, los Apóstoles fueron asistidos por la misma fuerza recibida en Pentecostés: quedaron “llenos del Espíritu Santo” (cf., por ejemplo, Hch 4, 8).
Esta fuerza del Espíritu se manifiesta operante en algunos momentos y aspectos de la vida de la comunidad jerosolimitana, de la que los Hechos hacen una particular mención.
2. Resumámoslos sucintamente, comenzando por la oración unánime en que la comunidad se recoge cuando los Apóstoles, de vuelta del Sanedrín, refirieron a los “hermanos” cuanto habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos: “Todos a una elevaron su voz a Dios...” (Hch 4, 24). En la hermosa oración que nos refiere Lucas, los orantes reconocen el plan de Dios en la persecución, recordando cómo Dios ha hablado “por el Espíritu Santo” (4, 25) y citan las palabras del Salmo 2 (vv. 1-2) sobre las hostilidades desencadenadas por los reyes y pueblos de la tierra “contra el Señor y contra su Ungido”, aplicándolas a la muerte de Jesús: “Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y en tu sabiduría habías predeterminado que sucediera. Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Hch 4, 7-29).
Es una oración llena de fe y de abandono en manos de Dios, y al final de la misma se realiza una nueva manifestación del Espíritu y casi un nuevo acontecimiento de Pentecostés.
3. “Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos” (Hch 4, 31). Por consiguiente, se realiza una nueva manifestación sensible del poder del Espíritu Santo, como había acontecido en el primer Pentecostés. También la alusión al lugar en que la comunidad se halla reunida confirma la analogía con el Cenáculo, y significa que el Espíritu Santo quiere envolver a toda la comunidad con su acción transformante. Entonces “todos quedaron llenos del Espíritu Santo”, no sólo los Apóstoles que habían afrontado a los jefes del pueblo, sino también todos los “hermanos” (4, 23) reunidos con ellos, que son el núcleo central y más representativo de la primera comunidad. Con el nuevo entusiasmo suscitado por la nueva “plenitud” del Espíritu Santo ―dicen los Hechos― “predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Hch 4, 31). Eso demostraba que había sido escuchada la oración que habían dirigido al Señor: “Concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Hch 4, 29).
El “pequeño” Pentecostés marca, por tanto, un nuevo inicio de la misión evangelizadora después del juicio y del encarcelamiento de los Apóstoles por parte del Sanedrín. La fuerza del Espíritu Santo se manifiesta especialmente en la valentía, que ya los miembros del Sanedrín habían notado en Pedro y Juan, no sin quedar maravillados “sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura” y “reconociendo... que habían estado con Jesús” (Hch 4, 13). Ahora los Hechos subrayan de nuevo que “llenos del Espíritu Santo predicaban la Palabra de Dios con valentía”.
4. También toda la vida de la comunidad primitiva de Jerusalén lleva las señales del Espíritu Santo, que es su guía y su animador invisible. La visión de conjunto que ofrece Lucas nos permite ver en aquella comunidad casi el tipo de las comunidades cristianas formadas a lo largo de los siglos, desde las parroquiales a las religiosas, en las que el fruto de la “plenitud del Espíritu Santo” se concreta en algunas formas fundamentales de organización, parcialmente recogidas en la misma legislación de la Iglesia.
Son principalmente las siguientes: la “comunión” (koinonía) en la fraternidad y en el amor (cf. Hch 2, 42), de forma que se podía decir de aquellos cristianos que eran “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32); el espíritu comunitario en la entrega de los bienes a los Apóstoles para la distribución a cada uno según sus necesidades (Hch 4, 34-37) o en su uso cuando se conservaba su propiedad, de modo que “nadie llamaba suyos a sus bienes” (4, 32; cf. 2, 44-45; 4, 34-37); la comunión al escuchar asiduamente la enseñanza de los Apóstoles (Hch 2, 42) y su testimonio de la resurrección del Señor Jesús (Hch 4, 33); la comunión en la “fracción del pan” (Hch 2, 42), o sea, en la comida en común según el uso judío, en la que sin embargo los cristianos insertaban el rito eucarístico (cf. 1 Co 10, 16; 11, 24; Lc 22, 19; 24, 35); la comunión en la oración (Hch 2, 42. 46-47). La Palabra de Dios, la Eucaristía, la oración, la caridad fraterna, eran, por tanto, el ámbito dentro del cual vivía, crecía y se fortalecía la comunidad.
5. Por su parte los Apóstoles “daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (4, 33) y realizaban “muchas señales y prodigios” (5, 12), como habían pedido en la oración del Cenáculo: “Extiende tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús” (Hch 4, 30). Eran señales de la presencia y de la acción del Espíritu Santo, a la que se refería toda la vida de la comunidad. Incluso la culpa de Ananías y Safira, que fingieron llevar a los Apóstoles y a la comunidad todo el precio de una propiedad vendida, quedándose, sin embargo con una parte, es considerada por Pedro una falta contra el Espíritu Santo: “Has mentido al Espíritu Santo” (5, 3); “¿Cómo os habéis puesto de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor?” (Hch 5, 9). No se trataba de un “pecado contra el Espíritu Santo” en el sentido en que hablaría el Evangelio (cf. Lc 12, 10) y que pasaría a los textos morales y catequísticos de la Iglesia. Era más bien, un dejar de cumplir el compromiso de la “unidad del Espíritu con el vínculo de la paz”, como diría San Pablo (Ef 4, 3) y, por lo tanto, una ficción al profesar aquella comunión cristiana en la caridad, de la que es alma el Espíritu Santo.
6. La conciencia de la presencia y de la acción del Espíritu Santo vuelven a aparecer en la elección de los siete diáconos, hombres “llenos de Espíritu Santo y de sabiduría” (Hch 6, 3) y, en particular, de Esteban, “hombre lleno de fe y de Espíritu Santo” (Hch 6, 5), que muy pronto comenzó a predicar a Jesucristo con pasión, entusiasmo y fortaleza, realizando entre el pueblo “grandes prodigios y señales” (Hch 6, 8). Habiendo suscitado la ira y los celos de una parte de los judíos, que se levantaron contra él, Esteban no cesó de predicar y no dudó en acusar a aquellos que se le oponían de ser los herederos de sus padres al “resistir al Espíritu Santo” (Hch 7, 51), yendo así serenamente al encuentro del martirio, como narran los Hechos: “Él, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente el cielo y vio la gloria Dios y Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios...” (Hch 7, 55), y en aquella actitud fue apedreado.
Así la Iglesia primitiva, bajo la acción del Espíritu Santo, añadía a la experiencia de la comunión la del martirio.
7. La comunidad de Jerusalén estaba compuesta por hombres y mujeres provenientes del judaísmo, como los mismos Apóstoles y María. No podemos olvidar este hecho, aunque a continuación aquellos judío-cristianos, reunidos en torno a Santiago cuando Pedro se dirigió a Roma, se dispersaron y desaparecieron poco a poco. Sin embargo, lo que sabemos por los Hechos debe inspirarnos respeto y también gratitud hacia aquellos nuestros lejanos “hermanos mayores”, en cuanto que ellos pertenecían a aquel pueblo jerosolimitano que rodeaba de “simpatía” a los Apóstoles (cf. Hch 2, 47), los cuales “daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (Hch 4, 33). No podemos tampoco olvidar que, después de la lapidación de Esteban y la conversión de Pablo, la Iglesia, que se había desarrollado partiendo de aquella primera comunidad, “gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo” (Hch 9, 31).
Por consiguiente, los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles nos testimonian que se cumplió la promesa hecha por Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo, la víspera de su pasión: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad” (Jn 14, 16-17). Como hemos visto a su tiempo, “Consolador” ―en griego “Parakletos”― significa también Patrocinador o “Defensor”. Y ya sea como Patrocinador o “Defensor”, ya sea como “Consolador”, el Espíritu Santo se revela presente y operante en la Iglesia desde sus inicios en el corazón del judaísmo. Veremos que muy pronto el mismo Espíritu llevará a los Apóstoles y a sus colaboradores a extender Pentecostés a todas las gentes.
1. La venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés es un acontecimiento único, que sin embargo, no se agota en sí mismo. Al contrario, es el inicio de un proceso duradero, del que los Hechos de los Apóstoles sólo nos narran las primeras fases. Se refieren, ante todo a la vida de la Iglesia en Jerusalén, donde los Apóstoles, tras haber dado testimonio de Cristo y del Espíritu y después de haber conseguido las primeras conversiones, debieron defender el derecho a la existencia de la primera comunidad de los discípulos y seguidores de Cristo frente al Sanedrín. Los Hechos nos dicen que, también frente a los ancianos, los Apóstoles fueron asistidos por la misma fuerza recibida en Pentecostés: quedaron “llenos del Espíritu Santo” (cf., por ejemplo, Hch 4, 8).
Esta fuerza del Espíritu se manifiesta operante en algunos momentos y aspectos de la vida de la comunidad jerosolimitana, de la que los Hechos hacen una particular mención.
2. Resumámoslos sucintamente, comenzando por la oración unánime en que la comunidad se recoge cuando los Apóstoles, de vuelta del Sanedrín, refirieron a los “hermanos” cuanto habían dicho los sumos sacerdotes y los ancianos: “Todos a una elevaron su voz a Dios...” (Hch 4, 24). En la hermosa oración que nos refiere Lucas, los orantes reconocen el plan de Dios en la persecución, recordando cómo Dios ha hablado “por el Espíritu Santo” (4, 25) y citan las palabras del Salmo 2 (vv. 1-2) sobre las hostilidades desencadenadas por los reyes y pueblos de la tierra “contra el Señor y contra su Ungido”, aplicándolas a la muerte de Jesús: “Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido, para realizar lo que en tu poder y en tu sabiduría habías predeterminado que sucediera. Y ahora, Señor, ten en cuenta sus amenazas y concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Hch 4, 7-29).
Es una oración llena de fe y de abandono en manos de Dios, y al final de la misma se realiza una nueva manifestación del Espíritu y casi un nuevo acontecimiento de Pentecostés.
3. “Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos” (Hch 4, 31). Por consiguiente, se realiza una nueva manifestación sensible del poder del Espíritu Santo, como había acontecido en el primer Pentecostés. También la alusión al lugar en que la comunidad se halla reunida confirma la analogía con el Cenáculo, y significa que el Espíritu Santo quiere envolver a toda la comunidad con su acción transformante. Entonces “todos quedaron llenos del Espíritu Santo”, no sólo los Apóstoles que habían afrontado a los jefes del pueblo, sino también todos los “hermanos” (4, 23) reunidos con ellos, que son el núcleo central y más representativo de la primera comunidad. Con el nuevo entusiasmo suscitado por la nueva “plenitud” del Espíritu Santo ―dicen los Hechos― “predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Hch 4, 31). Eso demostraba que había sido escuchada la oración que habían dirigido al Señor: “Concede a tus siervos que puedan predicar tu Palabra con toda valentía” (Hch 4, 29).
El “pequeño” Pentecostés marca, por tanto, un nuevo inicio de la misión evangelizadora después del juicio y del encarcelamiento de los Apóstoles por parte del Sanedrín. La fuerza del Espíritu Santo se manifiesta especialmente en la valentía, que ya los miembros del Sanedrín habían notado en Pedro y Juan, no sin quedar maravillados “sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura” y “reconociendo... que habían estado con Jesús” (Hch 4, 13). Ahora los Hechos subrayan de nuevo que “llenos del Espíritu Santo predicaban la Palabra de Dios con valentía”.
4. También toda la vida de la comunidad primitiva de Jerusalén lleva las señales del Espíritu Santo, que es su guía y su animador invisible. La visión de conjunto que ofrece Lucas nos permite ver en aquella comunidad casi el tipo de las comunidades cristianas formadas a lo largo de los siglos, desde las parroquiales a las religiosas, en las que el fruto de la “plenitud del Espíritu Santo” se concreta en algunas formas fundamentales de organización, parcialmente recogidas en la misma legislación de la Iglesia.
Son principalmente las siguientes: la “comunión” (koinonía) en la fraternidad y en el amor (cf. Hch 2, 42), de forma que se podía decir de aquellos cristianos que eran “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32); el espíritu comunitario en la entrega de los bienes a los Apóstoles para la distribución a cada uno según sus necesidades (Hch 4, 34-37) o en su uso cuando se conservaba su propiedad, de modo que “nadie llamaba suyos a sus bienes” (4, 32; cf. 2, 44-45; 4, 34-37); la comunión al escuchar asiduamente la enseñanza de los Apóstoles (Hch 2, 42) y su testimonio de la resurrección del Señor Jesús (Hch 4, 33); la comunión en la “fracción del pan” (Hch 2, 42), o sea, en la comida en común según el uso judío, en la que sin embargo los cristianos insertaban el rito eucarístico (cf. 1 Co 10, 16; 11, 24; Lc 22, 19; 24, 35); la comunión en la oración (Hch 2, 42. 46-47). La Palabra de Dios, la Eucaristía, la oración, la caridad fraterna, eran, por tanto, el ámbito dentro del cual vivía, crecía y se fortalecía la comunidad.
5. Por su parte los Apóstoles “daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (4, 33) y realizaban “muchas señales y prodigios” (5, 12), como habían pedido en la oración del Cenáculo: “Extiende tu mano para realizar curaciones, señales y prodigios por el nombre de tu santo siervo Jesús” (Hch 4, 30). Eran señales de la presencia y de la acción del Espíritu Santo, a la que se refería toda la vida de la comunidad. Incluso la culpa de Ananías y Safira, que fingieron llevar a los Apóstoles y a la comunidad todo el precio de una propiedad vendida, quedándose, sin embargo con una parte, es considerada por Pedro una falta contra el Espíritu Santo: “Has mentido al Espíritu Santo” (5, 3); “¿Cómo os habéis puesto de acuerdo para poner a prueba al Espíritu del Señor?” (Hch 5, 9). No se trataba de un “pecado contra el Espíritu Santo” en el sentido en que hablaría el Evangelio (cf. Lc 12, 10) y que pasaría a los textos morales y catequísticos de la Iglesia. Era más bien, un dejar de cumplir el compromiso de la “unidad del Espíritu con el vínculo de la paz”, como diría San Pablo (Ef 4, 3) y, por lo tanto, una ficción al profesar aquella comunión cristiana en la caridad, de la que es alma el Espíritu Santo.
6. La conciencia de la presencia y de la acción del Espíritu Santo vuelven a aparecer en la elección de los siete diáconos, hombres “llenos de Espíritu Santo y de sabiduría” (Hch 6, 3) y, en particular, de Esteban, “hombre lleno de fe y de Espíritu Santo” (Hch 6, 5), que muy pronto comenzó a predicar a Jesucristo con pasión, entusiasmo y fortaleza, realizando entre el pueblo “grandes prodigios y señales” (Hch 6, 8). Habiendo suscitado la ira y los celos de una parte de los judíos, que se levantaron contra él, Esteban no cesó de predicar y no dudó en acusar a aquellos que se le oponían de ser los herederos de sus padres al “resistir al Espíritu Santo” (Hch 7, 51), yendo así serenamente al encuentro del martirio, como narran los Hechos: “Él, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente el cielo y vio la gloria Dios y Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios...” (Hch 7, 55), y en aquella actitud fue apedreado.
Así la Iglesia primitiva, bajo la acción del Espíritu Santo, añadía a la experiencia de la comunión la del martirio.
7. La comunidad de Jerusalén estaba compuesta por hombres y mujeres provenientes del judaísmo, como los mismos Apóstoles y María. No podemos olvidar este hecho, aunque a continuación aquellos judío-cristianos, reunidos en torno a Santiago cuando Pedro se dirigió a Roma, se dispersaron y desaparecieron poco a poco. Sin embargo, lo que sabemos por los Hechos debe inspirarnos respeto y también gratitud hacia aquellos nuestros lejanos “hermanos mayores”, en cuanto que ellos pertenecían a aquel pueblo jerosolimitano que rodeaba de “simpatía” a los Apóstoles (cf. Hch 2, 47), los cuales “daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (Hch 4, 33). No podemos tampoco olvidar que, después de la lapidación de Esteban y la conversión de Pablo, la Iglesia, que se había desarrollado partiendo de aquella primera comunidad, “gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaria; se edificaba y progresaba en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo” (Hch 9, 31).
Por consiguiente, los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles nos testimonian que se cumplió la promesa hecha por Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo, la víspera de su pasión: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad” (Jn 14, 16-17). Como hemos visto a su tiempo, “Consolador” ―en griego “Parakletos”― significa también Patrocinador o “Defensor”. Y ya sea como Patrocinador o “Defensor”, ya sea como “Consolador”, el Espíritu Santo se revela presente y operante en la Iglesia desde sus inicios en el corazón del judaísmo. Veremos que muy pronto el mismo Espíritu llevará a los Apóstoles y a sus colaboradores a extender Pentecostés a todas las gentes.
JUAN PABLO II Magno-AUDIENCIA GENERALMiércoles 29 de noviembre de 1989
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