Queridos
hermanos y hermanas:
Ya sólo faltan dos semanas para la Pascua
y todas las lecturas bíblicas de este domingo hablan de la resurrección. Pero no de la resurrección de
Jesús, que irrumpirá
como una novedad absoluta, sino de
nuestra resurrección, a la que aspiramos y que precisamente Cristo nos ha donado, al
resucitar de entre los muertos.
En efecto, la muerte representa para nosotros como un muro que nos impide ver
más allá; y sin embargo nuestro corazón se proyecta más allá de este muro
y, aunque no podemos conocer lo que oculta, sin embargo, lo pensamos, lo imaginamos,
expresando con símbolos nuestro deseo de eternidad.
El profeta Ezequiel anuncia al pueblo judío, en el destierro, lejos de
la tierra de Israel, que Dios abrirá los sepulcros de los deportados y los hará
regresar a su tierra, para descansar en paz en ella (cf. Ez 37, 12-14). Esta aspiración ancestral del hombre a ser sepultado
junto a sus padres es anhelo de una «patria» que lo acoja al final de sus
fatigas terrenas. Esta concepción no implica aún la idea de una resurrección
personal de la muerte, pues esta sólo aparece hacia el final del Antiguo
Testamento, y en tiempos de Jesús aún no la compartían todos los judíos. Por lo
demás, incluso entre los cristianos, la fe en la resurrección y en la vida
eterna con frecuencia va acompañada de
muchas dudas y mucha confusión, porque se trata de una realidad que rebasa
los límites de nuestra razón y exige un
acto de fe. En el Evangelio de hoy —la resurrección de Lázaro—, escuchamos
la voz de la fe de labios de Marta, la hermana de Lázaro. A Jesús, que le dice:
«Tu hermano resucitará», ella responde: «Sé que resucitará en la resurrección
en el último día» (Jn 11, 23-24). Y Jesús replica: «Yo soy la resurrección y la vida:
el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11, 25). Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y supera
toda barrera. Cristo derrumba el muro de
la muerte; en él habita toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna.
Por esto la muerte no tuvo poder sobre él; y la resurrección de Lázaro es signo
de su dominio total sobre la muerte física, que ante Dios es como un sueño (cf. Jn 11, 11).
Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la lucha más dura, incluso el
precio de la cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que amenaza con
arruinar la existencia del hombre. Cristo murió para vencer esta muerte,
y su resurrección no es el regreso a la vida precedente, sino la apertura de una nueva realidad, una «nueva
tierra», finalmente unida de nuevo con el cielo de Dios. Por este motivo,
san Pablo escribe: «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los
muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús
también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita
en vosotros» (Rm 8, 11).
Queridos hermanos, encomendémonos a la Virgen María, que ya participa de
esta Resurrección, para que nos ayude a decir con fe: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn 11, 27), a descubrir que él es verdaderamente nuestra
salvación.
Benedicto XVI, pp emérito
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